Comentario
CAPÍTULO XXVIII
De un desatino que Vitachuco ordenó para matar los españoles y causó su muerte
Los indios que salieron rendidos de la laguna pequeña, que fueron más de novecientos, habían quedado por orden del gobernador presos y repartidos entre los castellanos para que de ellos se sirviesen como de siervos y los tuviesen por tales en pena y castigo de la traición que habían cometido. Lo cual se hizo sólo por amedrentar y poner freno a los indios de la comarca, donde la fama del hecho pasado llegase, porque no se atreviesen a hacer otro tanto, empero con propósito de soltarlos y darles libertad luego que saliesen de su provincia.
Pues como Vitachuco, que estaba retirado en su casa en figura de preso, supiese esto, y como el triste estuviese ciego en su pasión, y de noche y de día no imaginase en otra cosa sino de qué manera pudiese matar a los españoles, precipitado ya en su obstinación y ceguera, le pareció que por ser aquellos novecientos indios --según la relación de cuatro pajecillos que le servían, y según que era verdad-- de los más nobles, valientes y escogidos de toda su gente, bastarían ellos solos a hacer lo que todos juntos no habían podido, y que cada cual de ellos podría matar un castellano como él pensaba matar al suyo, pues, poco más o menos, eran tantos los indios como los cristianos. Persuadiose que, al tiempo de acometer el hecho, tendrían ventaja los indios a los cristianos porque sería cuando todos ellos estuviesen descuidados comiendo, y también porque no estarían recatados de hombres rendidos, hechos esclavos y sin armas. Y como imaginó el desatino así se precipitó en él, sin advertir si los indios estaban aprisionados o sueltos, si tendrían armas o no, pareciéndole que, como a él no habían de faltar armas hechas de sus fuertes brazos, así las tendrían todos ellos.
De esta determinación tan acelerada y desatinada dio cuenta Vitachuco por sus cuatro pajes a los más principales de los novecientos indios. Mandoles que, para el tercero día venidero a medio día en punto, estuviesen apercibidos para matar cada uno de ellos al español que le hubiese cabido en suerte por señor, que a la misma hora él mataría al gobernador, y que tratasen esto con secreto pasando el mandato de unos a otros. Y que, para empezar el hecho, les daba por seña una voz que cuando matase al general daría tan recia que se oyese en todo el pueblo. Esto mandó Vitachuco el mismo día que el gobernador le había dado la reprehensión y restituídole a su amistad y gracia, para que se vea de qué manera agradecen los ingratos y desconocidos los beneficios que les hacen.
Los pobres indios, aunque vieron el desatino que su cacique les enviaba a mandar, obedecieron, y respondieron diciendo que con todas sus fuerzas harían lo que les mandaba o morirían en la empresa.
Los indios del nuevo mundo tienen y tenían tanta veneración, amor y respeto a sus reyes y señores que los obedecían y adoraban no como a hombres sino como a dioses, que como ellos lo mandasen, tan fácilmente se arrojaban en el fuego como en el agua, porque no atendían a su vida o muerte sino al cumplimiento del precepto del señor, en el cual ponían su felicidad. Y por esta religión, que por tal la tenían, obedecieron a Vitachuco tan llanamente, sin replicarle palabra alguna.
Siete días después de la refriega y desbarate pasado, al punto que el gobernador y el cacique habían acabado de comer, que por hacerlo amigo le hacía el general todas las caricias posibles, Vitachuco se enderezó sobre la silla en que estaba sentado y, torciendo el cuerpo a una parte y a otra, con los puños cerrados extendió los brazos a un lado y a otro y los volvió a recoger hasta poner los puños sobre los hombros y de allí los volvió a sacudir una y dos veces con tanto ímpetu y violencia que las canillas y coyunturas hizo crujir como si fueran cañas cascadas. Lo cual hizo por despertar y llamar las fuerzas para lo que pensaba hacer, que es cosa ordinaria y casi convertida en naturaleza hacer esto los indios de la Florida cuando quieren hacer alguna cosa de fuerzas.
Habiéndolo, pues, hecho, Vitachuco se levantó en pie con toda la bravosidad y fiereza que se puede imaginar y en un instante cerró con el adelantado, a cuya diestra había estado al comer, y, asiéndole con la mano izquierda por los cabezones, con la derecha a puño cerrado le dio un tan gran golpe sobre los ojos, narices y boca que sin sentido alguno, como si fuera un niño, lo tendió de espaldas a él y a la silla en que estaba sentado, y para acabarlo de matar se dejó caer sobre él dando un bramido tan recio que un cuarto de legua en contorno se pudiera oír.
Los caballeros y soldados que acertaron a hallarse a la comida del general, viéndole tan mal tratado y en tanto peligro de la vida por un hecho tan extraño y nunca imaginado, echando mano a sus espadas arremetieron a Vitachuco y a un tiempo le atravesaron diez o doce de ellas por el cuerpo, con que el indio cayó muerto, blasfemando del cielo y de la tierra por no haber salido con su mal intento.
Socorrieron estos caballeros a su capitán en tan buena coyuntura y con tan buena dicha que, a no hallarse presentes para valerle o a tardarse algún tanto con el socorro, de manera que el indio pudiera darle otro golpe, lo acabara de matar, que el que le dio fue tan bravo que estuvo el gobernador más de media hora sin volver en sí y le hizo reventar la sangre por los ojos, narices, boca, encías y labios altos y bajos como si le dieran con una gran maza. Los dientes y muelas quedaron de tal manera atormentados que se le andaban para caer, y en más de veinte días no pudo comer cosa que se hubiese de mascar, sino viandas de cuchara. El rostro, particularmente las narices y los labios, quedaron tan hinchados que en los veinte días hubo bien que emplastar en ellos. Tan terrible y fuerte, como hemos dicho, se mostró Vitachuco para haber de morir, de donde se coligió que los fieros y amenazas tan extrañas que de principio había hecho, habían nacido de esta bravosidad y fiereza de ánimo, la cual, por haber sido rara, no había admitido consigo la consideración, prudencia y consejo que los hechos grandes requieren.
Juan Coles, demás de lo que hemos dicho de la puñada, añade que derribó con ella dos dientes al gobernador.